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jer y, quizá, la blandura para otras mujeres. Que de todo habría. La voluntad de Dios está bien clara desde el prin– cipio. Al hombre le dio una compañera -no una es– clava - de su misma carne. Con igualdad de derechos. Ambos tenían que dejar a su familia y formar otra fa– milia uniéndose en una carne. Era una comunión de cuerpos y de almas. Era una prolongación del poder creador de Dios. Dios creó todas las cosas -sobre todo al hombre- por amor. Y dio a los homlHes la potestad ele reproducirse amándose. Dios, que les dio un poder, les dio unas leyes para que, dentro de esas leyes, cumpliesen ese deber fundamental del hombre. El 1 ombre ha querido quedarse con el don de Dios y estropearle el plan. Cristo, pues, vino a poner las cosas en su punto. Era tan extraña esa doctrina entre los hombres de en– tonces, que ha~;ta los propios discípulos le preguntaron en privado. Quizá pensaron no oir bien, o que El tenía alguna confidencia que hacerles. Pero Cristo insistió: "Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete un adulterio contra la primera. Y si ella se di– vorcia ele su marido y se casa con otro, comete adul– terio''. Glosando esas palabras de Cristo, alguien pudo decir que "el divorcio es el sacramento del adulterio". A nosotros nos parece dura y extraüa esa doctrina. Tan distinta es nuestra mentalidad ele la evangélica, por ll1ll\' cristianos que nos confesemos. El "picollo divorzio" parece hacer mella en nosotros. Es tan pe– queñito y t,>.:'-1 razonable. Porque mire usted que en '189
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