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radiante apareció la negrura de una nube. Jesús habló ahora sobre sí mismo: "El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los sena– dores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar a los tres días". Pedro perdió la inspiración y se sintió como opri– mido con una zarpa que le degollaba el alma. Aquello no podía ser. El amor hacia el t-.faestro le cegaba, y mucho más ciego estaba, quizá, por todo lo que desde nifio había oído sobre el Mesías. Corrían por Israel fábulas doradas lanzadas por las imaginaciones ava– rientas de los judíos. El Mesías sería un rey que repar– tiría oro a manos llenas a todos, que daría prosperidad, felicidad, victoria sobre los enemigos y un imperio para Israel. No querían comprender lo que los mismos pro– fetas -sobre todo Isaías- habían anunciado sobre el Cristo. Preferían la droga de sus fábulas. Por eso Pedro trató de disuadirlo. Incluso le incre– pó para que se retractase ele todo lo que había afirmado sobre su destino. Pero la voz ele Cristo fue más fuerte y resonó como un latigazo sobre la piel apasionada y tensa ele Pedro: "¡Quítate ele mi vista, Satanás! ¡T{1 piensas como los hombres, no como Dios!". ¿_Cómo pensamos nosotros? Creo que todavía no hemos calado en el misterio de la cruz. Esa cruz nues– tra ele cada día, tan amarga, tan constante y tan nece– saria para ser cristiano. Pedro y sus compafieros tenían disculpas. No habían pasado aún por el trance ele ver morir y triunfar a su Maestro en la cruz. Pero nosotros -cristianos viejos - , bautizados con el signo de la 179
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