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pan que yo les daré es mi carne para la vida del mundo". Ante esta frase tan categórica, los judíos se plan– tean el problema: "¿Cómo puede éste damos a comet su carne?". Una pregunta muy bien propuesta. Una pregunta que ellos mismos debieran saber responder porque vieron los milagros de Cristo, oyeron su doc– trina y tenían que comprender que no era un demente, sino un ser superior que podía hacer fácil lo que a ellos resultaba difícil. Cristo responde con una nueva afirmación: "Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día". Y en este tono continúa Cristo: "El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él". Uno no comprende cómo se pueden tergiversar palabras tan claras, afirmaciones tan evidentes. Máxi– me cuando la institución de la Eucaristía que no~ narran los otros tres evangelistas y San Pablo, quien añade la práctica de la Eucaristía entre las primitivas cristiandades, deja las cosas tan claras. La actitud de muchos contra la Eucaristía no es, ni más ni menos, que la de los discípulos que le dieron la espalda porque "duras son estas palabras: ¿Quién puede oírlas?". Pero entonces, ¿por qué aceptamo5 otros pasajes del Evangelio que están mucho menos daros? Por esto lo más honrados entre los hermanos se- 167
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