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Hemos descuidado la honda verdad de aquel pro– verbio que decía: "Cuando te sientes a la mesa, no ol– vides nunca que tienes dos comensales: El cuerpo y el alma". Cuando nos sentamos a la mesa de la vida nos acordamos, casi exclusivamente, de que tenemos un único comensal: El cuerpo. Este cuerpo que necesita proteínas. Este cuerpo que nos preocupa cuando sube de peso o sufre de anemia. Este cuerpo que ocupa un lugar limitado en la tierra, donde para el año dos mil, segím anuncian los agoreros de calamidades, habrá menos alimentos y más hombres. Será la lucha feroz por no perder compás en el banquete de la vida. Para ello, no importa matar, limitar nacimientos, multipli– car, sea como sea, las posibilidades materiales. ¿Y el alma ... ? ¡Pobre almal Sin embargo, ella es la destinada a un banquete eterno. Porque el cielo es como un banquete eterno, que comienza en la tierra con la Eucaristía. Cristo dice hoy: "Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná ... ". ¿Creemos nosotros? 165

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