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hecho otros muchos milagros ante la faz de las gentes para pedirles únicamente una cosa: fe en su palabra. La palabra de Cristo, hablando de sí mismo, re– suena tajante y retadora: "Yo soy el pan bajado del cielo". Es decepcionante que las gentes bajen tanto sus ojos para pegarlos en la tierra y comiencen a anali– zar el barro del mundo: ¿Este? "¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?". Cristo levantó la voz, más retadora y solemne aún, para decirles: "No critiquéis. Nadie puede venir a mí si no lo trae el Padre que me ha enviado". Ante un padre con minúscula les habla de un Padre con mayúscula. Ha llegado la hora de declararse ante las gentes. Ante aquellas mismas que quisieron proclamarlo rey porque les había saciado el hambre. El pide sólo fe en su palabra, que se convenzan que es el Hijo ele Dios. El anunciado reiteradamente por los profetas, lo que saborearon Jos israelitas que comieron el maná del desierto, que no era nada más que imagen de este pan que Dios mismo preparaba a los hombres, un manjar divino que es el mismo Dios. La voz de Cristo resuena también para nosotros. Nosotros, espíritus supercríticos, nos ponemos a anali– zar con lupas de eludas cada una de las palabras del Señor y de su Iglesia. Queremos retorcerlas, cambiar las vocales y Jas consonantes para que terminen pasan·· do a decir lo que queremos. ¡Cuando tan fácil sería convencerse de las palabras que dicen, sencillamente, que El se quiso quedar en medio de nosotros y hacerse nuestro alimento! 164
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