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puramente humanas. Y hay que detenerse en este Evangelio de hoy, considerar a su luz la historia, para darse cuenta que cuanto más la Iglesia se ha apartado de la misión que encargó Cristo a sus Apóstoles, más se separó de Cristo y menos influencia tuvo en las almas y en los hombres. Las épocas de decadencia de la Igle– sia han sido aquellas de abundancias de bienes mate– riales, cuando la pobreza estaba muy lejos de ser el patrimonio de la Iglesia. Por ello Juan XXIII, el hombre que asumió la tarea de renovar a la Iglesia con todos los riesgos que eso entraña, escribió: "Que la Iglesia se muestre como es; la Madre de todos, y especialmente de los pobres". Cuando se habla de la pobreza de la Iglesia, en seguida aparecen delante de nuestros ojos las torres de las ca– tedrales, las obras de arte dentro de la Iglesia, los palacios episcopales, los capisayos, los coches ... y nos dedicamos a murmurar de los demás. No queremos comprender, al ffenos en esto, que todos somos Iglesia y que a todos nos obliga, de una manera o de otra, el testimonio de pobreza evangélica. Ni pensamos que todas esas obras de arte son patrimonios de la Huma– nidad y, malvendiéndolas, se podría remediar la pobre– za de unos cuantos pobres una sola vez, pero luego todos hubiéramos perdido. La solución del conflicto "pobreza" está más en promocionar a los de abajo que en tiramos al suelo. Y en esto ele promocionar, los em– presarios católicos pueden hacer inmensamente más -y deben hacerlo- que los obispos. Si no, llegaríamos a hacer realidad la tremenda ironía del chiste de aquel
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