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tierra tradicionalmente clerical, como la española, late en todas esas interrc~antes un fondo de rabioso anti– clericalismo. ¿Quién es? ¿Para qué pide dinero? ¿Por qué admite paga del Estado? ¿Cómo vive, para qué vive y casi por qué vive? ¿Por qué es célibe? ¿Por qué predica sobre ciertos temas? ¿Por qué hacen ciertas clases de trabajos? ¿Por qué visten ciertas prendas? ¿Por qué ... ? Hay que admirar, más que la variedad de pregun– tas, el retintín con que están hechas. Y más que preocu– pación por los sacerdotes -que no dudo que haya en muchos-, en la mayoría es ganas de meterse con él. Hay que admirar la falta de fe de los cristianos -por– que todos los que hacen estas preguntas lo son - sobre sus sacerdotes. Y el desconocimiento que tienen sobre él. Unos quisieran hacerles ángeles; otros, pobres hom– bres, que no es lo mismo que hombres pobres. Sirva de disculpa para los cristianos de hoy, como para los naza– renos de ayer, la rápida transformación que el estilo de vida sacerdotal ha sufrido. ¿Este es aquél? Sin embargo, si nos detenemos un instante a ana– lizar este problema, que para muchos parece el má– ximo, todas esas transformaciones sacerdotales son pe– riféricas, tan periféricas casi como la sotana que tanta polvareda ha levantado y total, en España, tiene un siglo de historia. Po~que el sacerdote; en lo hondo ele su alma mar– cada, será siempre el mismo. Es de admirar que el Concilio Vaticano II, para definir la vida y la misión sacerdotal, hwa elegido las palabras de San Pablo a 147

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