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se trata de cosas casi tan insignificantes como las cues– tiones del sábado: misas en latín o en castellano, cánti– cos de ritmo más o menos modernos, instrumentos de cuerda o de viento, sotanas o trajes, santos en los alta– res, etc. Seamos sinceros. Todo eso, ¿merece la brecha de división que se infiere a la Iglesia de Dios? La Iglesia, fiel a Cristo, ha seguido aquel dicho del Maestro de que ante todo, el hombre. Por eso se ha dicho muy bien que una Iglesia que no sea fiel al hombre no es fiel a Cristo. Pues la Iglesia se ha funda– do para servicio de los hombres. Por ello, una Iglesia anquilosada, apegada excesivamente a sus tradiciones, ritualista, sin captar los signos de los tiempos, no tiene nada que hacer, no sólo en el mundo de hoy, sino ante Cristo. Los padres conciliares escribieron: "Para cumplir esta inisión, es deber permanente de la Iglesia escmtar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la Humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura, y sobre la mutua relación de ambas". La reforma de la Iglesia, por tanto, ha de ser a fondo. No meramente en cuatro fórmulas ritualistas que tanto conmueven a los aferrados a ellas. Por eso, el Espíritu Santo, "que sopla donde quiere", smcita por doquier movimientos reformistas que a muchos les hacen estremecer de miedo. Cierto que muchos de 132
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