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tañas. Nos falta ese granito de fe, es polvo sin consis– tencia nuestra fe. Indica muy poca fe la materia de nuestras oraciones, con frecuencia, muy materiales. Y el que a las primeras de cambio dudemos del Señor, porque no ha respondido a nuestra llamada con la ra– pidez automática del teléfono o del botón del timbre. Dios no es un robot, es un Padre. Y sabe de sobra que por nuestro propio bien hay muchas cosas que no nos puede conceder. Porque somos como el niño capri– choso que se empeña en coger con sus manos, y llevar– las a la boca, la aguja, las tijeras, la navaja, el cuchillo, la medicina que ha quedado al alcance de sus manos. Y no se da cuenta del perjuicio que eso le puede causar. La iradre, aunque el niño llore, rabie y patalee, se lo quita de las manos y no se lo concede. Y por eso pre– cisamente es más madre y le ama más. Recuerdo muy bien a aquel hombre postrado en cama por larga enfermedad que me decía: "Yo no le pido a Dios que me cure, porque si curase sé que vol– vería a pecar lo mismo que antes". ¡Todo un hombre! Sin duda el dolor le enseñó a conocer mejor el Miste– rio de Cristo. Podemos pedir salud, podemos pedir todo a Cristo, pero siempre con ese final agónico y confiado que El mismo nos enseñó: "No se haga mi voluntad, sino la tuya". No sabemos si el leproso contrajo su lepra como secuela de sus pecados, no sabemos si luego volvió a las andadas. Sabemos que, a pesar ele la severa adver– tencia de Cristo, se lanzó por las calles de la población 122

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