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do confianza a las gentes, a diestro y a siniestro, y el que nos enseñó a llamar a Dios "Padre". Recuerdo la respuesta espontánea de un mona- guillo en una sacristía de Madrid, al que le pregunté: -Tu padre, ¿ qué es? - Mi padre es el que manda en Carabanchel. Me impresionó la respuesta de aquel niño por la confianza y seguridad que irradiaba. Estaba comple– tamente seguro que su padre la daría todo lo que le pidiese. Pensé, entonces, que Cristo nos mandó ser como nifíos para poder entrar en el Reino de los cielos. No niños en la estatura, sino en la espontaneidad, en la confianza y en la humildad. El leproso de hoy podría ser uno de esos nmos grandes. Se puso de rodillas ante Jesús y le dijo simple– mente: "Si quieres, puedes ...". Nosotros, en nuestras súplicas, fallamos, frecuen– ternente, por la confianza. Dudamos que Dios pueda o que quiera. Aunque en el Evangelio se dice que "todo es posible para Dios", pensamos que algo debe haber imposible para Dios cuando tanto le hemos pe– dido y no nos lo ha concedido. Y dudar del poder de Dios, es poner en entredicho nuestra propia fe. Porque todo lo que es posible, es posible para Dios. En esto no hay eluda ninguna. Entonces ... -pensamos- es que Dios no quiere. Aquí entra en juego eso que Cristo tanto recalcó en su Evangelio: la confianza. Es una nueva faceta ele la fe. Nos bastaría un granito ele fe para remover mon- 121
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