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calle abajo: ¡hacia el puerto! Alli, al menos, no habría fuego. Pero alli, y a todo lo largo de la costa, estaban los aviones enemigos lanzando bom– bas de metralla. En la noche negra y mortal, únicamente ilumtliada a ráfagas por los reflectores y los es– tampidos de los antiaéreos, los aviones parecían buitres insaciables, buscando las vidas de los ale– manes. Nunca a la madre le habían parecido tan negros y tan crueles. Nunca le pareci6 a ella tan absurda la guerra ... Ella estaba echada sobre el suelo, en el ángulo de un edificio, protegiendo la vida inocente del hijo y pensando en el padre que estaría ahora en medio de la estepa helada pensando en ellos. El niño -ángel inocente y rubio- seguía durmien– do. Ni el ruido, ni el frío, ni la noche consiguieron despertarle. La madre le miraba arrobada. S6lo dejaba de mirarle cuando torcía el cuello y miraba a algún avión que bajaba en picado sobre los di– versos puntos del puerto y dejaba caer su carga mortal. Ella no sabía rezar. Había vivido en unos años de persecución de la religión en su patria, de indiferencia. No sabía rezar. Pero en la punta de 95

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