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grino no lo dijo. Solamente trazó una cruz en la espalda del recién bautizado, besándola luego, y recomendó a la madre: -Tened cuidado con este niño, pues el de– monio intentará matarlo. La gente se abalanzó sobre él para tocar si– quiera la punta de su túnica. Pero él se deslizó entre todos inexplicablemente. Corrieron hacia fuera. Las puertas de la catedral de San Rufino se abrían sobre la ciudad de Asís, ahora besada amorosamente por el sol del mediodía. Pero por más que miraron por todas partes no pudieron ver al peregrino. Unicamente allá, en la grada del altar, que– daron las huellas de sus rodillas como signo de su paso por entre las gentes en aquel día grande para Asís y para el mundo. Aquella noche, sobre la ciudad se oyó de nuevo la voz misteriosa clamando: - "Paz y bien, paz y bien, paz y bien...". Los centinelas no se alarmaron. Pero las gen– tes, dentro de sus casas, se preguntaban: 72

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