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nero enloquecido. Los comentarios eran incesan– tes. Algunos habían visto pasar una sombra blanca y fantasmal por las callejas negras. Otros creían adivinar las huellas del enemigo sobre el polvo del sendero que moría en la puerta de hierro. Sin embargo, nadie sospech6 de un peregrino de porte patriarcal que sonreía a todos, manso y dulce, mientras su barba blanca se ondulaba en su pecho de romero. En la Edad Media, ver a un peregrino condecorado de conchas era ver a un santo. Nadie le pregunt6 quién era, a dónde iba o de dónde venía. Así pudo llegar tranquilamente con su carga de paz y bien hasta la puerta de un hogar, dentro del cual se oía el lamento extenuado y dulce de una mujer que iba a ser madre. Sentía que la vida iba a brotar de su seno, pero era una vida atrave– sada, una vida que le podía dar la muerte. Y la pobre mujer tenía lágrimas en sus ojos desorbita– dos . Se había pasado toda la noche en un puro grito. Apenas si podía lamentarse ya y decía a su doncella: - Juana, esto se acaba. Con la ilusión que yo 67

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