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"¡Paz y bien! ¡Paz y bien!". Era una voz que lo llenaba todo. Que cada cual creía nacida a su lado, pero nadie acertaba a decir de dónde salía. Parecía caída de aquel cielo. Y la voz seguía gritando: "¡Paz y bien! ¡Paz y bien!". Comenzaba a amanecer sobre Asís y sobre el mundo. Los hombres, medrosos, cerraron las puertas de sus casas y quedaron escuchando desde dentro. Aquellas palabras de "Paz y bien" les olían a una consigna de guerra camuflada. Se oyó el pisar recio de la ronda nocturna en el empedrado de las calles. Pasaban rápidos y escrutadores: Una puerta de la muralla había aparecido misteriosa– mente abierta. Algún enemigo estaba dentro. Desde los torreones de la muralla los centinelas lanzaban sus gritos de alerta. Y, de vez en cuando, en distintos rincones de la ciudad -como si vola– se prodigiosamente- la misma voz y la misma frase: "¡Paz y bien! ¡Paz y bien!". Durante todo el día la ciudad fue un colme- 66

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