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fuentes chorreantes. Cuando puso su sandalia pol– vorienta en lo más alto se volvió para contemplar sosegadamente la ciudad. Hasta que sus ojos se posaron en una casa que estaba cerca de la plaza. Se quedó mirándola largo rato, como ciñéndola con el abrazo acariciante de sus ojos. El lo conocía todo. Sabía para qué había ve– nido, y sabía qué iba a suceder. Entonces, cam– biando su bordón de la mano derecha a la mano izquierda, levantó su diestra y trazó sobre la ciu– dad silenciosa y dormida una bendición lenta, grande, estremecida. Una bendición de parte de Dios sobre aquella ciudad que se llamaba Asís. Las campanas comenzaron a voltear. La ciu– dad dormida despertó. Las mujeres se acercaron a las ventanas para curiosear y los hombres salie– ron a las callejas semioscuras y resonantes de ladridos de perros para preguntar: -Pero, ¿qué es lo que pasa? Poco a poco se fue apagando el coro colérico de los perros. Y entonces, sobre el silencio de la ciudad asustada, se levantó una voz clamando: 65

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