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E 1 peregrino se quedó mirando la serpiente del sendero que se tragaba al sol en el confín. Era una serpiente alargada y re- torcida color de seda gris. Y el sol se iba desan– grando lento y palpitante como un corazón. El peregrino miró al sol y suspiró. El tenía que llegar de noche. Se marchaba la tarde. Una tarde en calma, sin ruidos, sin hombres, y sin casas. De pronto, sobre el silencio de la inmensidad se levantó el tañido de una campana. Era un tañer acompasa– do, despacioso, insint1ante. Parecía que le llama– ban. El peregrino comenzó de nuevo a caminar. Al volver el recodo del sendero divisó la ciudad. Parecía una ciudad infantil, de casas blan– cas y menudas, de campanas que tocaban incesan– tes. Pero era una ciudad guerrera, con murallas de piedras toscas y duras, de puertas recias, de centinelas rudos. Era una ciudad medieval prepa– rada para la guerra. Estaba frente a frente de Asís, en la Umbría italiana. 63

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