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do llegaba la hora de su primera confesión, en el propio hogar se encendía el cirio, mientras la ma– dre le hacía el examen de conciencia al hijo, por– que ya sabemos que son las madres las que mejor conocen esos diminutos ·pecados de sus niños. En el día grande de la comunión, alguien lo encendía en la iglesia, jrintO al niño, sin que éste lo portase, por eso de no mancharse el traje y el nerviosismo de acercarse por primera vez a la comunión. El cirio parecía el compañero insepa– rable del niño en la vida. Con una diferencia: mientras el niño crecía, el cirio iba disminuyendo. Había un día jubiloso en el cual el cirio se encontraba en el altar junto con otro cirio. Tan juntos los dos que parecían dos novios. Porque precisamente alH, cabe el altar, estaban un hom– bre y una mujer todavía novios, pero dispuestos a unir ardorosamente sus vidas como las llamas de los dos cirios que parecían querer besarse con la punta de sus labios de fuego. Y así, a la par de lª vida de los hombres, se iba gastando la cera del cirio. 46

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