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su diestra el rubí que llevaba para el Rey de los Judíos. Al despertar se encontró junto a una puerta. Parecía otro mundo, otro Reino. A su lado, el Crucificado del Calvario y otro hombre que tam– bién tenía las huellas de unos clavos en sus manos. Se llamaba Dimas. Este le sonrió mientras le decía: "Mira, buen rey, aunque han pasado mu– chos años, yo te conozco. Yo era un niño. Tú me socorriste junto a unos palmerales. Me diste en aquella ocasión una esmeralda. Aunque he sido un ladrón, la he conservado como un recuerdo sagrado". Artabán sacó su rubí: "Acepta, Señor, este rubí que he guardado siempre para Tí". Cristo lo tomó y lo escondió, como en una ranura, en la llaga de su mano derecha. Parecía una gota de sangre más. Y aplicando su mano a la puerta del cielo, la abrió de par en par para ellos y para todos. Artabán había llegado a tiempo. 21

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