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rubí que guardaba como un amado tesoro y mar– chó hacia Palestina. El camino era el mismo. Los árboles de los oasis no parecían haber crecido. Pero ¡cuánto había crecido él! Era un anciano. Llegó a Jerusalén un viernes. La ciudad pa– recía desierta a pesar de ser mediodía. Las puer– tas de las casas estaban abiertas, como si los habi– tantes hubieran huido precipitadamente. El la cruzó de parte a parte y salió fuera de las mura– llas. Allí, sobre el monte llamado Calvario, había una muchedumbre inmensa. Una muchedumbre vociferante contra el Crucificado que se estaba desangrando en lo alto. Artabán quería acercarse, pero no le era po– sible. De pronto, el sol se oscureció. Los judíos desalojaron el Monte Calvario dándose golpes de pecho. Artabán quedó inmóvil atraído por aquel Crucificado, que parecía tener un halo sobrehu– mano. La tierra tembló. Las rocas se partían como corazones heridos. Una roca cayó sobre su camello y los mató a los dos. Artabán murió apretando en 20

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