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posado sobre la mansión del recién nacido, a quien ofrecieron oro, incienso y mirra. Artabán acarició el rubí que aún le quedaba y que no pudo ofrecer al Rey de los Judíos. Pero no perdió la esperanza de que algún día pudiera ponerlo a sus pies. Pasaron muchos años. Casi treinta. Años de guerra y de paz, de desesperación y esperanza, de días felices y de días desgraciados. De pronto empezó a extenderse por su país una noticia que traían los mercaderes de las cara– vanas que volvían del Mar Mediterráneo. Allá en Israel había aparecido un hombre extraordinario. Curaba a los enfermos, resucitaba a los muertos, arrastraba a las muchedumbres, anunciaba la bue– na nueva a los hombres. Tenía que ser El. Artabán sentía dentro de sí como una fuerza que le empu– jase a ponerse otra vez en camino. Pasaron meses. Casi no hablaban de otra cosa los hombres que cruzaban el desierto de Arabia. El esperaba la vuelta de las caravanas para que le diesen las últimas noticias. Al fin se decidió. Tomó el camello. Lo cargó de provisiones para una gran jornada. Tomó el 19

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