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conociesen de siempre. El pastor, admirado, les silbaba con largos silbidos. Pero los perros, sin pa– rarse, de una sola carrera, se llegaron ante el des– conocido, se pusieron de rodillas y le lamían los pies. Las ovejas, levantando sus cabezas, donde colgaba la campanilla melodiosa, balaban dulce– mente. El pastor casi enloquece de sorpresa. ¿ Qué podría ser aquello? Y era que San Francisco, en su peregrinación por todo el mundo, había llegado hasta él. Le conoció por las llagas de los pies y de las manos. Eran unas llagas de cientos de años y, sin embargo, chorreaban sangre fresca. El pastor se puso de rodillas junto a los perros y le besó las llagas de las manos. San Francisco le saludó son– riente: - "Hermano pastor: Paz y bien". El pobre pastor no acertaba a hablar de emo– ción. Temía que si le oía su voz áspera iba a desaparecer. Pero San Francisco le sonrió de nue– vo y poniendo una mano en su hombro le dijo: 162

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