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mecimiento que hizo rodar muchas cosas y mu– chas personas sobre las maderas del barco. Entre los gritos de todos, la voz del capitán, que quería ser serena: "¡Sálvese quien pueda!". Habían cho– cado fieramente contra un fiord y el mar se iba tragando el viejo barco. No había tiempo para nada. La madre cogió a su niño y... . . .Y se lanzó al mar. La madre levantaba con la izquierda a su hijo como si fuese un tesoro que había que salvar por encima de todo, y con la de– recha brazeaba fuertemente sobre las olas. Su instinto de mujer norteña le hacía olfatear la costa allí frente a ellos. Y así fue; al borde del agota– miento total, llegó hasta una islita. Trepó sobre ella. Se tendió cuan larga era sobre la pradera de la isla solitaria y cerró los ojos; ni siquiera hacía caso a los lloros del hijo. Estaba al límite de sus reservas. Tenía que descansar a toda costa. El niño seguía llorando, la niebla iba cayendo sobre la tierra. Era cada vez más densa y oscura. La madre cerró los ojos y abrió sus labios para rezar a aquel Dios que parecía estar escondido ahora detrás de las estrellas. El niño iba espacian– do los lloros hasta que al fin se durmió. La madre 140

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