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del puerto. Estaba ésta entre dos islas que pare– cían jambas de una puerta. Por ella un canal. Todo marchó perfectamente. Enfilaron el mar abierto y azul, y el práctico quedó atrás con su remolcador, su pipa y su saludo de despedida. En realidad no se separó mucho de la ·costa. Era un barco de pasajeros, algo así como uno de esos trenes familiares que paraban antes en todas las estaciones. El barco, pues, bordeaba las costas de Escandinavia, la de los peligrosos fiordos y de las treinta y cuatro mil islas, de alguna de las cua– les salía el humo de los hogares . La madre iba mostrando a su hijo las costas de su patria, salpicadas de islitas y con maravillo– sos entrantes y salientes de bahías. La niebla, como el telón de un escenario, iba cayendo sobre las costas. La sirena del barco sonaba incesante y en– trecortada como la tos de un asmático. Todos ima– ginaban el peligro, pero todos confiaban. El barco era tan viejo y experimentado que casi podía ha– cer solo el viaje entre los mil islotes de la costa. Además, el capitán era experimentado y compe– tente. De repente, un bramido tremendo y un estre– '139

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