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nuevas tierras y a conquistar tesoros para volver ricos a sus pueblos. Pero ahora darían todos los tesoros imaginables por unos tragos de agua. El sol pegaba implacable sobre sus cabezas. Las velas de la barca se hinchaban como el ala de un pájaro. Las costas estaban muy lejos, la corrien– te -inexplicablemente fuerte- les empujaba ha– cia alta mar. Necesitaban toda su maestría de marineros experimentados para empujar la nave hacia adelante. Cuando llegaba la noche el rocío empapaba bienhechoramente los poros de su piel. Eran unas horas de alivio, aunque la sed seguía implacable agrietando sus bocas y secando sus cuerpos. Cuan– do, turnándose, dormían, soñaban con las fuentes de su España lejana. '"' . P~ro cada mañana llegaba la brasa del sol a encender el día en el horizonte y ellos, casi exte– nuados, seguían remando y gobernando la lancha para llegar a la costa. Y rezaban a la Virgen del Carmen, patrona de los marineros. Aunque beber el agua del mar era lo peor 132
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