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T odos sabemos que San Antonio era un pre– dicador infatigable. Todos sabemos que los herejes de entonces le temían entre todos los predicadores, porque ante sus predicaciones, sus errores se deshacían como la nieve ante el sol. Por ello cuando llegó a Rímini, uno de los princi– pales focos de herejía, se encontró las puertas de todas las casas cerradas. Las campanas comenzaron a tocar anuncian– do el sermón de Antonio, pero nadie se movía de su casa. Antonio cruzaba las calles de una parte a otra, como hacían los predicadores de entonces, anunciando sus sermones, y las gentes curioseaban por las mirillas, pero no se movían. En la iglesia, los bancos vacíos. Entonces tuvo una idea genial: Marchó junto al Mar Adriático, avanzó por las arenas de la playa, se detuvo en el borde mismo de espuma que ha– cían las olas como si fuesen los encajes de un paño de púlpito y comenzó a predicar a los peces. Jamás 125
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