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Al fin, pensó que sería mucho mejor alargar la cuerda con una liana del bosque, atársela a su cuerpo y con sus movimientos al manejar la azada, o en las genuflexiones de la oración, o en las co– midas, estar tocando la campana constantemente. Se vería libre, al fin, de los impertinentes diablos negros. La cosa resultó el primer día. El segundo, menos. El tercero, mucho menos. Al fin los cuer– vos terminaron por acostumbrarse al tañido de la campana y hasta alguno más valiente se posó sobre la misma. El ermitaño, otra vez al borde de la desespe– ración, pensó las cosas en la oración y le pareció que Dios le iluminaba cuando se le ocurrió que era mejor tocar la campana únicamente de vez en cuando. Así la rutina no se haría a los cuervos fa– miliar. Además, pensó que nadie en la vida podría verse libre, del todo, de la negrura y las manchas del ambiente. Era mejor sufrir un poco, y no preocuparse tanto de que su ermita estuviera más blanca o más negra con tanta visita de aquella impertinencia, llamada cuervo. 121

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