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en grandes bandadas negras sobre la torre, se colaban por cualquier resquicio interior y man– chaban todo. El ermitaño tenía que quitar tiempo a su oración y a su trabajo para espantar a los cuervos. Pero todo inútil. No tendría más remedio que llegarse a la ciudad y comprar una campana. Volvió gozoso, instaló la campana y comenzó la operación limpia-cuervos. El primer repique fue un bombazo para los cuervos. Estuvieron toda la tarde sin aparecer. A la mañana siguiente asomaron en el hori– zonte y, prudentemente, aterrizaron sobre las ata– layas de las rocas para observar. Al fin fueron planeando, poco a poco, sobre la ermita y se po– saron en el espadaña. El ermitaño, que ora1a dentro, sintió el pe.,o de la nube negra sobre sus espaldas. Agarró la cuerda y tiró con rabia. Los cuervos se dispersaron. Pero al mediodía estaban otra vez encima. El ermitaño tuvo que abandonar la comida y marchar a tirar de la cuerda. Así, innumerables veces. Pero los cuervos terminaban por volver. 120

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