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f' l ermitaño era feliz en su soledad de la 1, alta montaña. Había levantado él mismo, piedra a piedra, una casita donde tenía lo imprescindible para vivir un hombre y al lado había construido una ermita encalándola con tan– to amor, que semejaba un copo de nieve entre las piedras grises de la serranía. Delante hizo un huerto donde plantaba berzas, patatas, lechugas, zanahorias .. . ¡Con qué pocas cosas puede vivir un hombre! Sin embargo, era inmensamente feliz. Tenía el sol que Dios regala a los ermitaños y a los ban– didos. El aire transparente. El silencio de las cum– bres. La soledad ... Y, sobre todo, a Dios. Pero donde no llegaban los autom6viles de los hombres con su maloliente roncar, llegaban los cuervos con sus graznidos . Nada le hubiera impor– tado al buen ermitaño si no se hubieran fijado especialmente en su ermita. Así, tan blanca, pare– cía enamorar o imantar a los cuervos. Se posaban 119
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