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Un mediodía, al sentarse a la mesa para co– mer, quiso verle; cerró los ojos como de costum– bre y no lo reconoció. Estaba coronado de espinas, encorvado bajo una cruz; la cara llena de coágulos de sangre y amoratada por los golpes. No pudo más. Se puso rápidamente un pañue– lo en la cabeza y salió corriendo. Llegó a la calle de la Amargura. Se abrió paso entre la muchedum– bre y los soldados. Llegó frente a El. Se encontra– ron los ojos de los dos. Era tan distinto todo de aquella mañana de Belén ... Ella se quitó su pañuelo y le enjugó el rostro con un amor inmenso. Un soldado la agarró brus– camente y la apartó. Corrió a casa con el pañuelo apretado contra el corazón, como si fuera un te– soro. Al desplegarlo sobre la mesa apareció la Santa Faz del Señor. Desde entonces a aquella pastorcita anónima la llamamos todos la Verónica. 8
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