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alondras y no se oyó la voz dulce que todas las tardes lo llamaba. El cuervo siguió esperando. No quería dormir sin ver a su amigo. Al fin se decidió a entrar sin ser llamado. Empujó, sin ruido, la puerta y a salti– tos, quedo, se acercó. Los frailes, arrodillados al– rededor del lecho de su santo Padre, rezaban o lloraban. ¡Qué extraño le pareció todo aquello! El cuervo se acercó más. Por un huequecito pudo trepar a la cama. Se puso frente a la cabe- . , cera y muo. Vio a su amigo inmóvil, con las manos juntas sobre el pecho y en las manos un crucifijo. Los ojos cerrados parecían cerrados para siempre; la frente resplandecía de tan blanca. El hermano cuervo inclinó la cabeza y esperó. El, tan inteli– gente, no comprendía nada de aquello. Al fin, como una fulguración de dolor, lo com– prendió todo. Un momento entreabrió los ojos para mirarle por última vez. Movió suavemente las alas para 115

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