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jaro vino a posarse en su hombro y, acariciándole con el ala derecha, le dio a entender que quería vivir siempre con él. Y se fueron los dos cantando hacia la Porciúncula. Desde aquel día el cuervo no se quiso sepa– rar de los frailes. Se hizo buen amigo del gato, que nunca le molestó, y a los frailes les conocía a todos. Sabía quién era Fray Maseo, un fraile alto, blanco y rubio, de porte sajón y alma italiana. Conocía perfectamente a Fray Gil, que contaba más refranes que un juglar. Distinguía de entre todos a Fray Silvestre, que pasaba siempre junto a él, extático. Y a Fray Junípero, el de la perenne sonrisa que parecía de idiota, pero que era de Santo. Y a Fray Bernardo y a Fray León, y a Fray Angel y a Fray Pedro Catáneo, el Superior... Entre todos amaba a Fray Francisco, que pa– saba todos los días un rato con él hablándole de su Creador. El cuervo debía estar dotado de razón. Cuan– do la campana tocaba al coro, echaba un vuelo y se iba también al coro como un fraile más. Se plantaba en lo alto del facistol y escuchaba a los 107

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