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88 orden del mismo Pontífice, al Obispo tiburtino. Recibiólo el Obispo, so pena de perder su dignidad; le cargó de cadenas y le encerró en una oscura cárcel para que no pudiese escapar, sin otro alimento que un poco de pan de escaso peso y agua en medida muy tasada. En si– tuación tan crítica comenzó aquel desgraciado a invocar con lágrimas y suspiros al bienaventurado Francisco, rogándole se compadeciese de él, tanto más cuanto que había oído que era ya la vigilia del Santo. Y como la pureza de su fe había desvanecido toda la protervia de sus errores y, por otra parte, se había unido a Francisco con todas las veras de su alma, mereció por los méritos de su abogado ser oído del Señor. En efecto: aproximándose la noche de la festividad, y cuando la luz del crepúsculo comenzaba a desvanecerse, se apareció al preso el seráfico Patriarca mostrando un aspecto misericordioso, y llamán– dole por su propio nombre, le mandó que se levantase sin tardanza. Lleno de temor el encarcelado, y preguntándole quién era, oyó decir al aparecido que era San Francisco. Notó entonces que con la apari– ción del Santo se veía libre de las cadenas y que las puertas de la cárcel se abrían espontáneamente, ofreciéndole el camino para eva– dirse. Pero se encontró tan turbado por la admiración, que no acertaba a salir, antes bien, dando desaforados gritos en la puerta atemorizó a los guardias, que corrieron presurosos a participar al Obispo que el preso se hallaba libre de las cadenas. Pronto llegó la noticia a oídos del Pontífice, quien, movido por su devoción, se presentó en la cárcel, y enterado de lo acontecido, no pudo menos de reconocer la mano de Dios, adorándole con acción de gracias por el prodigio. Más aún: aquellas cadenas que sujetaran al preso fueron presentadas al Pon– tífice y a los Cardenales, y éstos, viendo lo sucedido, llenáronse de admiración y bendijeron al Señor. (Ibídem, Milagros V, 4.)
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