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26. San Francisco cura a un gran devoto suyo herido de muerte: Sucedió también en la ciudad de Lérida, sita en Cataluña, que cierto hombre llamado Juan, muy devoto de San Francisco, iba por un camino al anochecer cuando le salieron al encuentro unos hombres con inten– ción de matar no precisamente a él, que no tenía enemigos, sino a otro que le era muy parecido y que solía andar en su compañía. Acercán– dosele uno de los hombres que estaban ocultos, que juzgó era su enemigo, le causó tales y tan grandes heridas que lo dejó sin espe– ranza alguna de recuperar la salud, pues al primer golpe que le dio casi le cortó el brazo desde el mismo hombro, y de otro golpe le causó tan profunda herida debajo de la tetilla, que el aire que por allí salía bastó para apagar la luz de seis candelas que ardían juntas. A jui– cio de los médicos, era imposible la curación del enfermo, porque habiéndose gangrenado la llaga despedía un hedor tan intolerable que hasta la misma esposa apenas podía sufrirlo. Como no fuese posible aliviarle con algún remedio humano, se acogió el herido con devoción ferviente al patrocinio de San Francisco, a quien, al tiempo de verse acometido, invocó con gran confianza, juntamente con la Santísima Virgen. Y he aquí que al invocar y clamar por Francisco repetidas ve– ces, se acercó al miserable enfermo, del todo abandonado, un perso– naje vestido con el hábito de fraile Menor, el que, a juicio del herido, había entrado por una ventana, llamándole por su propio nombre y di– ciéndole: Porque has tenido confianza en mi, te aseguro que el Señor te concederá la salud. Preguntóle el enfermo quién era, y el aparecido respondió que era Francisco; acercándose éste, le desató las vendas de las heridas y le ungió las llagas con especial ungüento. (Ibídem, Milagros 1, 5.) 27. San Francisco resucita a una mujer: En la población de Monte Masano, cerca de 3enevento, muna una mujer muy devota de San Francisco. Reunido el clero de noche para cantar las vigilias propias del funeral, de repente, y a vista de todos, se incorporó la mujer sobre el féretro y llamando a uno de los sacer– dotes presentes, que era su padrino, le dijo: «Quiero confesarme, y te ruego que escuches mis culpas. Después de mi muerte debía ser encerrada en una cárcel tenebrosa, porque nunca había confesado el pecado que te voy a manifestar; pero hizo oración por mí el bien– aventurado Francisco, de quien fui muy devota en vida, y me fue con– cedido el que mi alma volviese a unirse al cuerpo, a fin de que, mani– festado en confesión el pecado, merezca alcanzar la vida eterna. Por eso, después que confiese mi falta, a vista de todos vosotros, marcharé al descanso prometidon. Atemorizado el sacerdote, y con muestras de dolor la confesada, recibida por ésta la absolución, reclinóse tranquila en el lecho y se durmió en el Señor. (Ibídem, Milagros 11, 1.) 28. San Francisco libra de la prisión a Pedro de Alife: Cuando el Papa Gregario IX ocupaba la Silla pontificia, cierto hom– bre llamado Pedro, natural de la ciudad de Alife, fue acusado de here– jía, y en tal concepto preso en Roma y conducido para su guarda, por 87

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