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86 adornado con preciosas y celestiales margaritas. Llegados, por fin, a la ciudad depositaron, llenos de júbilo y con gran reverencia, en la iglesia de San Jorge el precioso tesoro. Hicieron esto en atención a que en aquel mismo lugar había aprendido Francisco, cuando niño, las primeras letras. Allí predicó después la vez primera, y allí, por fin, encontró, después de muerto, el primer lugar de su descanso. (Ibí– dem XV, 5.) 24. Canonización de San Francisco: Conocida, sin ningún género de duda, por aquel Pastor universa! de la Iglesia la admirable santidad de Francisco, no sólo por los mi– lagros que oyó había obrado el Santo después de su muerte, sino también por los que él mismo había observado y como palpado du– rante la vida del Siervo de Dios, y cierto por todos estos testimonios de que el Señor le había glorificado ya en el cielo, resolvió, movido por su piedad, hacer célebre en la tierra el nombre de Francisco, presentándole como digno de toda veneración, a fin de obrar así en conformidad con Cristo, cuyo Vicario era. Mas para certificar a todo el orbe y hacer indubitable la glorificación de Francisco, ordenó que se recogiesen los milagros que pudieran encontrarse obrados por el Santo o que estuviesen ya escritos y aprobados por testigos fidedig– nos, y los sometió al examen de los eminentísimos Cardenales menos afectos a esta causa. Discutidos diligentemente dichos milagros y apro– bados por todos, determinó canonizar al Santo, previo el unánime consentimiento de sus venerables hermanos y de todos los demás Prelados que entonces se hallaban en la Curia. Trasladóse, pues, per– sonalmente a la ciudad de Asís el año 1228 de la Encarnación del Señor, el domingo 16 de julio, y con gran pompa y solemnes ceremo– nias, que sería largo enumerar, inscribió en el catálogo de los santos al bienaventurado Padre San Francisco. (Ibídem XV, 7.) 25. Aparición de San Francisco al Papa Gregario IX: Y, en efecto, el Papa Gregario IX, de feliz recordación, a quien Francisco anunció con espíritu profético que llegaría a la dignidad del Pontificado, antes de inscribir en el catálogo de los santos al portaestandarte de la cruz abrigaba cierta especie de duda acerca de la llaga del costado. Mas he aquí que una noche, como él mismo refe– ría llorando, apareciósele en sueños el bienaventurado Francisco, mos– trando en el rostro cierta especie de enojo, y reprendiéndole por la duda que abrigaba en su corazón, levantó el brazo derecho, descubrió la llaga y le pidió que acercase una copa para recibir en ella la sangre que de la herida brotaba. El Sumo Pontífice acercó a la llaga, durante la visión, la copa pedida, la cual parecía que se llenaba hasta el borde de la sangre que con gran abundancia manaba. Desde entonces cobró tal devoción a este portentoso milagro y sintió tanto celo por él, que de ningún modo podía consentir que nadie se atreviera a impug'nar con temeraria osadía aquellas llagas maravillosas sin reprenderle con gran severidad. (Ibídem, Milagros 1, 2.)
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