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jando la cárcel del cuerpo, fue a unirse con la del bienaventurado Padre. El Obispo de Asís había subido por aquel tiempo en peregrinación al santuario del arcángel San Miguel, sito en el monte Gargano. Apa– reciósele el bienaventurado Francisco la noche misma de su glorioso tránsito, y le dijo: He aquí que abandono el mundo y me remonto al cíe/o. Apenas se levantó el Obispo a la mañana siguiente, relató a sus compañeros cuanto le había sucedido durante el sueño, y cuando hubo regresado a su ciudad de Asís, previas las oportunas averiguaciones, adquirió la certeza de que el seráfico Patriarca había abandonado este mundo a la hora precisamente en que él tuvo la referida visión. (Ibídem XIV, 6.) 22. El caballero Jerónimo comprueba la verdad de los Estig– mas de San Francisco: Tan pronto como se supo el tránsito del bienaventurado Padre y Sb divulgó la fama de los milagros que lo acompañaron, apresuróse el pueblo a correr en gran muchedumbre al lugar donde yacía el Santo, para contemplar con los propios ojos aquel portento, disipada así toda duda de la inteligencia y convertido en gozo el pesar que la muerte les había causado. A este gran concurso fueron admitidos muchos ciudadanos de Asís para que pudieran examinar con sus ojos las sa– gradas llagas e imprimir en ellas los ósculos de su amor. Uno de estos ciudadanos, caballero instruido y prudente, llamado Jerónimo, hombre famoso y muy célebre, como dudase de estas sagradas llagas y fuese incrédulo, al par de Santo Tomás, con mayor resolución y atre– vimiento que los otros comenzó a mover, delante de los religiosos y de sus conciudadanos, las manos y los clavos del Santo, y a tocar con las propias los pies y la llaga del costado, como si quisiera con aquel tacto de las verdaderas señales de las llagas de Cristo arrancar de su propio corazón y del de todos los presentes hasta las raíces más ocultas de cualquier dudosa ansiedad. Por lo cual, el mismo ca– ballero no sólo fue después testigo, como otros muchos, de la verdad de las llagas, conocida con tanta certeza, sino que la juró formalmen• te, puesta la mano sobre los santos Evangelios. {Ibídem XV, 4.) 23. El cortejo fúnebre se detiene en San Damián para que las clarisas puedan venerar los restos mortales de San Fran– cisco: Los religiosos e hijos que habían sido llamados para asistir al trán– sito del bienaventurado Padre, juntamente con la multitud del pueblo, pasaron aquella noche en que falleció el confesor de Cristo ocupados tan sólo en cantar las divinas alabanzas, de modo que aquello más se parecía a alegre reunión de ángeles que a exequias de pompa fúnebre. Mas así que amaneció, la multitud inmensa que había con• currido trasladó el cadáver a la ciudad de Asís, llevando en las manos palmas y ramos de oliva y gran número de velas encendidas. Y al pasar frente a la iglesia de San Damián, donde moraba a la sazón, con otras muchas religiosas, la gloriosa virgen Clara, que goza ya triunfante en el cielo, detuviéronse un poco para dar lugar a que aquellas sagradas vírgenes pudieran ver y besar el venerable cuerpo, 85

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