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otros a comer, el dueño de la casa, súbitamente, exhaló el último suspiro, según lo había vaticinado Francisco. (Ibídem XI, 4.) 17. El sermón del Papa: Sucedió, en efecto, que debiendo predicar una vez en presencia del Papa y los Cardenales, por encargo del Obispo Ostiense, compuso un sermón, que aprendió cuidadosamente de memoria. Cuando llegó el momento de salir al medio para recitarlo, de tal modo se olvidó de cuanto llevaba escrito y aprendido, que no pudo decir de ello ni una sola palabra. Confesó el Santo con ingenua humildad lo que le sucedía; recogióse unos breves momentos para implorar las luces del Espíritu Santo, y comenzó a expresarse con tanta fluidez de palabra, con razo– nes tan eficaces, que movió a compunción a las ilustres personas que le escuchaban, manifestándose bien claramente que no era él, sino el Espíritu Santo, quien hablaba por su boca. (Ibídem XII. 7.) 18. La aparición de Francisco en el Capítulo de Arlés: Por lo que mira a los Capítulos provinciales, como el Santo mu– chas veces no podía asistir a ellos personalmente, procuraba estar presente con el espíritu, mediante la cuidadosa solicitud que tenía en el gobierno de la Orden, y más aún, con sus reiteradas oraciones, con sus saludables consejos y con la eficacia de su bendición paternal; si bien alguna vez sucedía, por operación milagrosa del cielo, que se apareciese en forma visible y corpórea. En efecto, aconteció cierto día que cuando el glorioso confesor de Cristo, San Antonio, estaba predicando a los frailes en el Capítulo de Arlés acerca del título de la cruz: «Jesús Nazareno, Rey de los Judíos», cierto religioso de muy probada virtud llamado Monaldo, movido de interior y divino instinto, dirigió sus miradas hacia la puerta de la sala donde se celebraba el Capítulo, y lleno de admiración vio allí con los ojos del cuerpo al será– fico Padre, que elevado en el aire y extendidas las manos en forma de cruz bendecía a sus religiosos. Todos experimentaron en aquella oca– sión tanta y tan extraña consolación de e_¡;píritu, que en su interior no les fue posible dudar de la real presencia del seráfico Padre, confir– mándose después en esta creencia no sólo por los signos evidentes que habían observado, sino también por el testimonio que de palabra les dio el mismo Santo. (Ibídem IV, 10.) 19. La impresión de las Llagas: Sintiéndose, pues, Francisco elevado hacia Dios a impulsos de los ardores de su seráfico amor, y transformado por compasión inefable en Aquel que quiso por nuestro amor ser crucificado, cierta mañana de un día próximo a la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, cuando se entregaba en un lado del monte a los acostumbrados fervores de su oración, vio bajar de los cielos un serafín que tenía seis alas tan fúlgidas como resplandecientes, el cual, al acercarse con rápido vuelo al punto donde se encontraba el siervo de Dios, apareció representando entre las alas la imagen de un hombre crucificado, cuyas manos y pies estaban sujetos con clavos a la cruz. Dos alas de aquel serafín se ele- 83

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