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82 camino. Sucedió que siguiendo el labriego a nuestro Santo, y como subíari en lo más riguroso del verano por la áspera pendiente de una montaña, fatigado aquél por lo largo y escabroso del camino, se sintió casi desfallecido por sed abrasadora. Comenzó entonces a clamar en pos de Francisco: • ¡Mirad, hombre de Dios, que muero de sed si no encuentro pronto un poco de agua para refrigerar mis fauces!» Al momento apéase Francisco de su cabalgadura, y postrado de rodillas en tierra levanta las manos al cielo y no cesó de orar fervorosamente hasta conocer que el Señor había oído su plegaria. Concluida la ora• ción, dijo amorosamente al labriego: ¡Corre, hermano mío, corre hacía aquella piedra, y allí encontrarás agua fresca y abundante, que ahora mismo te prepara misericordiosamente Cristo en aquel duro peñasco para que puedas apagar tu sed ardiente! ¡Admirable bondad la de Dios, que atiende con tanta solicitud a sus siervos! (Ibídem VII, 12.) 15. La predicación a las aves: Sucedió, pues, que acercándose a Bevagna, llegó a cierto lugar donde había una gran multitud de aves de todas clases. Al verlas, el Santo corrió presuroso hacia ellas, y como si fuesen criaturas dotadas de razón, las saludó cariñosamente. Paráronse todas y volviéronse hacia Francisco en actitud expectante, de modo que aun las mismas que estaban en los árboles, al verlo aproximarse inclinaban sus cabe– citas mirándole con fijeza, en tanto que acercándose el siervo de Dios, las invitó a todas a que oyesen la divina palabra, y les dijo: Avecitas, hermanas mías, muy obligadas estáis a bendecir a vuestro Días y Cria– dor, que os vistió de tan rico plumaje y os dio alas para volar; os se– ñaló para morada la región pura de los aires y sin que vosotras tengáis que cuidaros de ello. El os sustenta y gobierna con admirable provi– dencia. (Ibídem XII, 3.) 16. Francisco predice la muerte del caballero de Celano: Al regresar el Santo de su expedición allende el mar, llegó a la ciudad de Celano con objeto de predicar, y cierto noble le invitó, con repetidas instancias y gran devoción, a que se dignase comer en su casa. Aceptó la invitación, y cuando llegó a la casa del caballero, toda la familia se alegró con la entrada de aquellos pobres huéspedes. Mas antes de ponerse a comer, Francisco, como de costumbre, dirigió pia– dosas oraciones y alabanzas al Señor, y estaba con los ojos elevados al cielo. Al concluir su oración llamó aparte al dueño de la casa, y hablándole familiarmente, le dijo: Carísimo hermano, heme aquí vencido por tus ruegos: he entrado en tu casa para comer; pero ahora escucha y pon luego en práctica mis consejos, porque no aquí, sino en otro sitio vas muy pronto a comer. Haz, pues, al momento una buena confesión de tus pecados, acompañada de un verdadero dolor de tus culpas, y no dejes de manifestar cuanto sea materia del sacra– mento. Debes saber que el Señor te recompensará hoy mismo la de– voción con que has convidado y recibido a sus pobres. Aquel varón virtuoso puso luego en ejecución los consejos del Santo, hizo con el compañero una confesión sincera de todas sus culpas, dispuso de to– das sus cosas y se preparó del mejor modo que pudo para recibir la muerte. Sentáronse, por fin, a la mesa, y habiendo comenzado los
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