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6 11. Francisco, con un compañero, se presenta al Sultán: Puestos en la presencia de aquel bárbaro príncipe preguntóles quién los había enviado, a qué venían y cómo habían podido llegar hasta su campamento, a todo lo cual respondió con interpidez el siervo de Dios que su misión no procedía de hombre alguno, sino del Dios altísimo, que le enviaba para enseñarle, y a todo su pueblo, los ca– minos de la salvación y para predicarles las verdades de vida conte– nidas en el Evangelio. Y con tanta constancia y claridad ·en su mente, con tanta virtud en la expresión y con tan inflamado celo predicó al dicho Soldán la existencia de un solo Dios, uno en la esencia y trino en las personas, y la de un solo Jesucristo, Salvador de todos los hombres, que claramente se vio haberse cumplido en Francisco aque– llo del Evangelio: Yo pondré en vuestros labios palabras tan llenas de sabiduría que no podrá contradecir/as ni replicarlas ninguno de vues– tros adversarios. (Ibídem IX, 8.) 12. Un éxtasis de San Francisco: También en la soledad fue visto una noche orar con los brazos extendidos en forma de cruz, elevado su cuerpo de la tierra y envuel– to en una nube resplandeciente, como si esta luz exterior viniera a ser testigo de la claridad admirable de que en su mente gozaba entonces Francisco. (Ibídem X, 4.) 13. La noche de Navidad en Greccio: Tres años antes de su muerte, hallándose el Santo en Greccio, movido de su ardiente devoción y para excitarla en los demás, quiso celebrar la fiesta de la Natividad del Niño Jesús con toda la pompa y majestad que le fuera posible. Mas para que nadie pudiera tachar esta fiesta de ridícula novedad, pidió y obtuvo del Sumo Pontífice licencia para celebrarla. Hecho esto, Francisco hizo preparar un pese– bre; mandó traer gran multitud de heno, juntamente con un asno y un buey, disponiéndolo todo ordenadamente. Reuniéronse los religiosos, llamados de distintos lugares; concurrieron las gentes del pueblo, resonaron voces de júbilo por todas partes y la multitud de luces y de resplandecientes antorchas y los cánticos sonoros, que brotaban de los pechos sencillos y piadosos, convirtieron aquella noche en un día claro, espléndido y festivo. En tanto estaba Francisco delante del rústico pesebre extático por la piedad, bañado en dulces lágrimas y lleno de gozo celestial. Co– mienza entonces la misa solemne, en la cual Francisco, que oficia de diácono, canta el Evangelio. Predica después al pueblo y le habla del nacimiento del Rey pobre, a quien, cuando quiere nombrar, llama, a impulsos de su tierno amor, el ¡NIÑO DE BELEN! (Ibídem X, 7.) 14. El milagro de la fuente: Quería en otra ocasión trasladarse el Santo a un lugar desierto para entregarse más libremente a la contemplación de las cosas ce– lestiales, y como estuviese en gran manera débil, cierto humilde la– briego le proporcionó un pobre jumentillo para que pudiese continuar 81

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