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cia del mundo, porque eran sencillos, rogaron devotamente al Señor que en la primera apertura del libro les manifestase su voluntad. 29. Terminada la oración cogió el bienaventurado Francisco el libro cerrado y, puesto de rodillas ante el altar, lo abrió, saliendo la prime– ra vez aquel consejo del Señor: Si quieres ser perfecto, anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres, y ven y sígueme, y tendrás un tesoro en el cielo. Este hallazgo causó intensa alegría al bienaven– turado Francisco, que dio gracias a Dios. Como sumamente devoto de la Santísima Trinidad, quiso cerciorarse con un triple testimonio. Para ello abrió segunda y tercera vez el libro, y encontró en la segunda: Nada llevéis para el camino, etc., y en la tercera: El que quiera venir en pos de mí niéguese a sí mismo. El bienaventurado Francisco, en cada una de las veces que abrió el libro, dio gracias a Dios por la confirmación de su propósito y deseo recientemente concebido. A la vista del triple testimonio dijo a los varones ya citados, Bernardo y Pedro: Hermanos, ésta es nuestra vida y regla y la de todos cuantos quieren unirse a nuestra hermandad. Id, pues, y obrad como lo habéis oído. Marchó, pues, fray Bernardo y vendió todo lo que tenía, y porque era rico hizo mucho dinero. Todo lo distribuyó entre los pobres de la ciudad. Por su parte, fray Pedro cumplió igualmente, según sus posi• bilidades, el divino consejo. Distribuidas ya todas las cosas tomaron ambos el hábito, que poco antes había adoptado el Santo, después de haber dejado el de er– mitaño. Desde aquel momento vivieron en compañía de Francisco, según la forma del santo Evangelio, que Dios les había manifestado. Por eso dijo en su Testamento el bienaventurado Francisco: El mismo Dios me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio. (Leyen– da de los tres compañeros VIII, 28-29.J 6. lA CATEDRAL DE SAN RUFINO En San Rufino era canónigo fray Silvestre, el primer sacer– dote recibido a la Orden, convertido al ver que Bernardo de Ouintavalle distribuía sus bienes a los pobres. Mientras fray Bernardo distribuía, según se ha dicho, sus bienes a los pobres estaba presente el bienaventurado Francisco. Acertó a llegar entonces un sacerdote, llamado Silvestre, a quien el bienaven– turado Francisco había comprado piedras para la construcción de la iglesia de San Damián, cuando vivía aún sin compañeros religiosos. Al ver cómo, por consejo del varón de Dios, se distribuían tantas ri– quezas, inflamado por el fuego de la codicia, díjole: «Francisco, re– cuerda que no me has pagado aún, cual debías, las piedras que me compraste». El Santo, que había arrojado de sí toda avaricia y co– dicia, al oír cómo se le censuraba injustamente, acercóse a fray Bernardo y metiendo la mano con gran fervor de espíritu en la bolsa donde aquél tenía dinero, la sacó repleta de monedas y se las dio al sacerdote murmurador. Después de haber hecho por segunda vez lo mismo, díjole: ¿Está bien completo el pago, señor sacerdote? Respon– dió: «Completo está», y alegre se volvió con el dinero recibido. 69
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