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Alabado seas, Señor mío, por todos cuantos por tu amor padecen enfermedad y tribulación, y por tu amor perdonan las ofensas. Los que esto hícieren, benditos por Ti serán, en verdad; mucho más si procedieren hermanados con la paz, pues por Ti, Altísimo, coronados serán. Hecho esto, llamó a uno de sus compañeros y le dijo: Vete junto al magistrado y dile de mi parte que él, con las demás autoridades de la ciudad y con cuantos pueda llevar consigo, se presenten en el pala– cio del Obispo. Así que marchó este religioso, dijo el Santo a otros dos de sus compañeros: Marchad vosotros junto al señor Obispo, y en su presencia, en la del magistrado y en fa de cuantos allí estu– vieren entonad alegres el «Cántico del hermano Sol», pues abrigo la esperanza de que el Señor se dignará suavizar aquellos corazones para que vuelvan a la primitiva amistad y amor. Reunidos todos en el claustro del palacio episcopal, se presenta– ron aquellos dos frailes, y uno de ellos dijo a la concurrencia: «El bienaventurado Padre Francisco compuso, estando enfermo, un himno de alabanzas al Señor, admirable en sus criaturas, para gloria del mis– mo Señor y edificación de los prójimos. Ahora, pues, él os pide en– carecidamente que oigáis dicho himno con la mayor atención». Y dicho esto comenzaron a cantarlo. Entonces se levantó el magistrado y. jun– tas las manos, prestó atento oído al referido cántico, escuchándolo con gran devoción y lágrimas en los ojos, cual si fuese el Evangelio del Señor, pues profesaba un entrañable afecto y devoción a Francisco. Al terminar el canto del himno, el magistrado habló de esta ma– nera delante de todos: «Os aseguro, en verdad, que no solamente al señor Obispo, a quien quiero y debo tener por mi superior, sino a cual– quiera que se hubiese atrevido a causar la muerte a un hermano o a un hijo mío, le perdonaría de corazón». Y al decir esto se arrojó a los pies del Prelado, a quien dijo: « Dispuesto estoy, señor, a daros una cumplida satisfacción, en la forma que vos me indiquéis, por amor de Nuestro Señor Jesucristo y de su bienaventurado siervo Francis– co». Por su parte, el Obispo, alargándole amistosamente las manos, lo levantó del suelo: «En atención al cargo que desempeño, yo debía ser humilde; mas como naturalmente soy bastante inclinado a la ira, te ruego que me dispenses•. Dicho lo cual ambos se abrazaron y be– saron, en prueba de perdón y de recíproco amor. Admirados y alegres quedaron los religiosos al ver que se había cumplido literalmente lo que vaticinó el seráfico Padre sobre la paz y concordia a que llegarían aquellos dos personajes. De igual modo todos los demás que allí se hallaban tuvieron esto por un gran mila– gro, atribuyéndolo enteramente a los méritos de Francisco, bendicien– do además la prontitud con que el Señor se dignó socorrerlos y cam– biar aquel escándalo y discordia en unión y amistad tan perfecta que no se recordasen siquiera las palabras injuriosas que hubieran podido mediar entre ellos. Así lo atestiguamos nosotros, que vivimos con el bienaventurado Francisco, y añadimos, además, que cuantas veces, hablando de cual- 67

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