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para en adelante protector de Francisco, a quien animo y abrazó con entrañas de caridad. (Leyenda de los tres compañeros VI, 18-20.) Francisco volvió a menudo al obispado para encontrar a su buen amigo, el obispo Guido, aconsejarse de él y tratar diversos problemas de la naciente Orden. Muy otra era la conducta del Obispo de la ciudad, a quien acudía frecuentemente el varón de Dios en busca de consejo. Recibíale be– nignamente y en una ocasión díjole: «Vuestra idea de no poseer nada en este mundo se me antoja muy dura y áspera». Respondióle el San– to: Señor, si tuviésemos y poseyésemos algunos bienes, nos veríamos en fa necesidad de tener armas para defenderlos. Mas por ser esto origen de contiendas y de pleitos, suele por fo mismo ser un obstáculo para impedir de muchas maneras la caridad de Dios y de Cristo. Por eso no queremos poseer nada temporal en este mundo. Plugo sobremanera al Obispo la respuesta del varón de Dios. El Santo despreció de tal manera todas las cosas transitorias y, sobre todo, el dinero, que en todas sus Reglas, que fueron varias las expe– rimentadas antes de la confirmación de la que definitivamente dejó a los religiosos, encomendó la pobreza de modo especialísimo. En una de ellas escribió, hablando en detestación del dinero: Procuremos, los que hemos dejado todas las cosas, no perder el reino de los cielos por una tan pequeña, y si acaso encontrásemos dinero en algún sitio, despreciémoslo como al polvo que pisamos. (Leyenda de los tres compañeros IX, 35.) Un día, durante su última enfermedad, Francisco envió dos de sus frailes al patio del obispado para entonar el Cántico del Hermano Sol completado con dos estrofas finales. Guido obispo y el magistrado de la ciudad se habían enemistado fuertemente; el primero había excomulgado al segundo y éste había impuesto una especie de bloqueo económico al obispo para hacerle pasar hambre y ceder. 66 Después que el seráfico Padre compuso aquel himno en honor de la creación, que intituló Cántico del hermano Sol, aconteció que entre el Obispo y el magistrado, o potestad civil de la ciudad de Asís, se suscitó una cuestión bastante grave, llegando a tal punto de tirantez, el Obispo pronunció sentencia de excomunión contra el magistra– y éste, a la vez, publicó un bando prohibiendo a todos los ciuda– danos vender o comprar cualquier cosa al Obispo o hacer con él trato alguno. Enterado de esto el bienaventurado Francisco, que a la sazón se hallaba enfermo, se movió a piedad con ellos, sobre todo al ver que nadie se preocupaba de ponerlos en paz. Por lo cual dijo a sus com– pañeros: Grande vergüenza es para nosotros, pobres siervos de Dios, al ver que el Obispo y el magistrado anden enredados en estas cues– tiones, sin que haya una sola persona que trabaje por restablecer en– tre ellos la paz. Y con tal ocasión al momento añadió estas estrofas al citado himno:
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