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Poco después volvía de fuera San Francisco con la alforja del pan y con el vino que él y sus compañeros habían mendigado, y contán– dole el Guardián cómo había echado a los ladrones, San Francisco le reprendió mucho, diciéndole que se había portado cruelmente, que los pecadores mejor se ganan para Dios con dulzura que con crueles re– prensiones, y que por eso Dios, nuestro Maestro, cuyo Evangelio he– mos prometido guardar, dice que no necesitan de médico los sanos, sino los enfermos, y que El no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores a penitencia y aun por eso muchas veces comía con ellos. Y añadió: -Ya que has obrado contra la caridad y contra el santo Evangelio de Dios, te mando por santa obediencia que inmediatamente tomes esta alforja con el pan que yo he mendigado y el vino, y síguelos por montes y valles hasta que los encuentres; preséntales de mi parte todo este pan y vino; después te arrodillarás delante de ellos, confe– sando humildemente tu culpa y crueldad, y ruégales en mi nombre que no hagan más daño, que teman a Dios y no ofendan al prójimo; y si ellos se conforman, yo les prometo proveerles de lo necesario y darles siempre de comer y de beber. Y después que les digas esto vuelve aquí humildemente. Mientras el Guardián fue a cumplir lo mandado, San Francisco se puso en oración, pidiendo a Dios que ablandase el corazón de aque– llos ladrones y los convirtiese a penitencia. Cuando los alcanzó el obediente Guardián, les presentó el pan y el vino y cumplió lo demás que San Francisco le había encargado, y quiso Dios que mientras comían estos ladrones la limosna del Santo comen– zaran a decirse: -¡Ay de nosotros, miserables desventurados! ¡Qué penas tan du– ras nos esperan en el infierno por andar robando, maltratando, hiriendo y hasta matando a los prójimos, y después de hacer tantos males y crímenes ni siquiera tenemos remordimiento de conciencia ni temor de Dios; y este santo fraile, por algunas palabras que con razón nos dijo por nuestra malicia, ha venido a buscarnos y se reconoció culpa– ble, y además nos trajo el pan, el vino y tan generosa promesa del santo Padre! Verdaderamente estos frailes son santos de Dios, y nos– otros somos hijos de perdición que estamos mereciendo las penas del infierno y cada día aumentamos nuestra condenación. Y no sabemos si con tantos pecados como hemos hecho podremos hallar misericor– dia en Dios. A estas y semejantes razones que dijo uno de ellos, respondieron los otros: -Ciertamente dices verdad; pero... ¿qué le hemos de hacer? -Vamos-dijo el tercero-a presentarnos a San Francisco, y si él nos da esperanza de que Dios nos perdona nuestros pecados, haremos lo que nos mande y podremos librarnos del infierno. Agradó a los otros este consejo, y los tres vinieron de común acuerdo a presentarse a San Francisco y le dijeron: -Padre, nosotros, por muchos y atroces pecados que hemos he– cho, no creemos tener perdón de Dios; pero si tú tienes la mínima esperanza de que Dios nos reciba en su misericordia, estamos dis– puestos a cumplir lo que nos digas y a hacer penitencia contigo. Entonces San Francisco, recibiéndolos caritativa y benignamente, los animó con muchos ejemplos, les aseguró de la misericordia divina y les prometió alcanzársela de Dios, diciéndoles que la divina ele- 55
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