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el valle las voces, y los ecos responden con estremecimiento. Cantan los religiosos y entonan las divinas alabanzas, y transcurre la noche en santa alegría. Contempla extático el siervo de Dios el pesebre, suspira tiernamente y se le adivina rebosante de ternura anegado en mar de celestiales goces. Celébrase el santo sacrificio de la misa junto al pesebre, y el sacerdote disfruta de inusitado consuelo. Viste Francisco los ornamentos sagrados propios del grado de diácono, a cuyo orden estaba elevado, y con voz conmovida entona el santo Evangelio. Y aquella voz insinuante y dulce, clara y sonora, convida a todos a los premios eternos. Predica después al pueblo que le rodea, y de sus labios brotan dulcísimas palabras sobre el na– cimiento del Rey pobre y de la insignificante ciudad de Belén. Cuando ha de pronunciar el dulce nombre ele Jesús, ardiendo en flagrantísimo amor, llámale con sin igual ternura el Niño de Belén, y esta palabra, a causa del estremecimiento y emoción, percíbese como tierno balido de oveja, y su boca llénase más que con el nombre, con el dulce afecto que al pronunciarlo experimenta. Su lengua, cuando ha de nombrar al Niño de Belén o el nombre tiernísimo de Jesús, muévese alrededor de los labios cual si lamiese y saborease algo dulcísimo y gustase el grato sabor de aquella divina palabra. El Altísimo multiplicó sus mara– villas, pues un hombre piadoso de los que allí había contempló una admirable visión. Vio un niño exánime reclinado en el pesebre, al cual se acercó el santo varón de Dios y lo resucitó tan suavemente cual si le despertara del sopor del sueño. Tuvo esta visión sentido, y ciertamente muy adecuado, porque significaba que habien– do sido echado en olvido el divino Jesús y arrojado de muchos cora– zones, resucitó por su siervo Francisco, con el auxilio de la divina gracia, y quedó impreso en los corazones deseosos de verdad. Cesaron, por fin, los solemnes cultos, y cada cual volvió a su casa lleno de gozo y alegría. (1 Celano XXX, 84-86.) 6. RIETI No se trata de un eremitorio, sino de una ciudad cabeza de partido del valle. Francisco se detuvo aquí muchas veces, sobre todo en los últimos años de su vida. Allí Francisco contaba con un gran amigo, Teobaldo del Saraceno, que ponía a su disposi– ción una estancia en su propia casa. 52 Durante los días que permanecía en Rieti, por su enfermedad de la vista, llamó a uno de sus compañeros, que· en el siglo había sido cita– rista, y le dijo: Hermano, los hijos de este mundo no entienden los secretos divinos. La voluptuosidad humana utiliza los instrumentos de música, inventados en otros tiempos para las divinas alabanzas, úni– camente para solaz de /os oídos. Desearía, pues, hermano, que pidien– do prestada en secreto una cítara, la trajeras aquí, y entonando una honesta canción proporcionaras algún descanso al hermano cuerpo, lleno de dolores. A lo que replicó el religioso: «Me da mucha vergüen– za, Padre, pedirla por temor de que sospechen los hombres que yo he sido vencido por esta liviandad"· Repuso el Santo: Dejémos/o, pues. Es conveniente abstenerse de muchas cosas para no perder el buen
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