BCCCAP00000000000000000000541
iba dictando. Mas sucedió que al bajar del monte, Francisco entregó aquella Regla a su Vicario, con el encargo de que la guardase, y como éste, pasados algunos días, afirmase que la había perdido por des– cuido, volvió de nuevo el Santo a la soledad del monte, y segunda vez la escribió de modo tan enteramente igual a la primera, cual si el mismo Dios se la hubiera ido dictando palabra por palabra. Después de esto muy pronto consiguió, como deseaba, que el sobredicho Pon– tífice Honorio 111 confirmase solemnemente la Regla, el año octavo de su pontificado. Cuando, más tarde, exhortaba fervorosamente a sus hijos a la fiel observancia de dicha Regla, les aseguraba que él nada había puesto en ella de su propia cosecha, antes bien, todo cuanto contenía lo había hecho escribir según el Señor se lo había revelado. Y para que esto constase con más certeza por testimonio divino, pa– sados algunos días fueron impresas en su cuerpo por el dedo del mis– mo Dios las llagas de Jesucristo, cual si fuesen ellas una bula del Sumo Pontífice, Cristo Jesús, en confirmación absoluta de la Regla y recomendación eficaz de su autor, como se dirá después al describir más largamente las virtudes del Santo. [San Buenaventura, Leyenda de San Francisco IV, 11 .) Francisco se detuvo en Fontecolombo con motivo de la cura de los ojos. El médico subía desde Rieti y le curaba como era costumbre entonces. P:::,r su parte, los seres todos esforzábanse en mostrar su cariño al Santo y en reconocer con su gratitud sus merecimientos; de aquí que sonríen al que les acaricia, condescienden con el que les ruega y obe– decen a quien les ordena. Sirva de solaz la relación de casos particu– lares. Para buscar un alivio a la enfermedad de sus ojos fue llamado el cirujano. Al presentarse traía un instrumento de hierro para hacer la operación, que mandó colocar en el fuego hasta tanto que quedara hecho ascua. El bienaventurado Padre, animando al cuerpo, que había sentido un impulso de horror, habló de esta suerte al elemento voraz: Fuego, hermano mío, el Altísimo te ha creado potente, hermoso, útil y más resplandeciente que todos los demás. Sé al presente benigno conmigo, sé atento, porque yo antes te he amado en el Señor. Ruego al gran Dios que te ha creado que amortigüe tu calor tanto, que, al quemar con suavidad, pueda yo tolerarte. Terminada la oración y hecha la señal de la cruz sobre el fuego, préstase decidido a la operación. Toma el médico el enrojecido hierro en sus manos, los religiosos se alejan con horror; mas el Santo, tranquilo y con rostro alegre, se su– jeta a la operación. Penetra el candente instrumento en la tierna carne y quema sin interrupción desde el oído hasta la sobreceja. Cuánto dolor causó al Santo aquel fuego lo testifican sus propias palabras, pues él podía saberlo mejor que nadie. Al volver los religiosos que se habían alejado, dijo el Santo con sonrisa: Pusilánimes y hombres de poco corazón, ¿por qué huisteis? Os digo la verdad, que no he sen– tido ni el ardor del fuego ni dolor en la carne. Y vuelto al médico, prosiguió: Si no está bien quemada la carne aplica de nuevo el caute– rio. Reconociendo el médico un hecho sobrenatural en lo sucedido, ensalzó este divino milagro diciendo: «En verdad os afirmo, herma– nos, aue hoy he visto maravillas». Creo que había vuelto a la primitiva inocencia quien, cuando lo deseaba, lograba amansar las cosas inhu– manas. [11 Celano CXXV, 166.) 49
Made with FlippingBook
RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz