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Hizo orac1on el santo de Dios como el señor Papa se lo había indicado, y hablóle el Señor en espíritu, y en una parábola, diciéndole: «Moraba en el desierto una mujer pobrecilla y hermosa, de cuya hermosura prendado cierto gran rey, determinó casarse con ella, por juzgar que así tendría unos hijos hermosos. Habiendo sido muchos los hijos engendrados en matrimonio, cuando llegaron a ser adultos la madre les habló y dijo: 'Hijitos, no os avergoncéis, pues sois hijos de un gran rey. Id, pues, a su palacio y él os dará todo lo necesario'. »Cuando se presentaron al rey, y éste, maravillado, vio su hermo– sura, como retrato suyo, díjoles: '¿De quién sois hijos?' Respondieron que lo eran de una mujer pobrecilla, moradora del desierto. El rey les abrazó con grande gozo, diciendo: 'No temáis, pues sois hijos míos, y si de mi mesa se nutren los extraños, con mucha mayor razón os nutriréis vosotros que sois hijos míos legítimos'. Y mandó el rey a la citada mujer que enviase a su corte todos los hijos que de él había tenido para darles de comer». Conoció el bienaventurado Francisco que él estaba simbolizado en aquella mujer pobrecilla revelada en la visión. Terminó la oración y de nuevo se presentó al Sumo Pontífice para hablarle de lo que el Señor le había manifestado, diciéndole: Señor, yo soy aquella mujer pobreci/la a quien el amoroso Señor hermoseó por su misericordia y de la que quiso tener hijos legítimos. El Rey de reyes me ha dicho que El alimentará todos los hijos legítimos que de mí tuviere, porque si alimenta a los extraños, mucho más debe alimentar a los legítimos. Si es verdad que el Señor da a los pecado– res e indignos las cosas temporales para que alimenten sus hijos, con mayor razón las dará a los varones que las hayan merecido. El Papa admiróse en gran manera al oír estas cosas. Sobre todo porque en sueños había visto, antes de la llegada del bienaventurado Francisco, que la iglesia Lateranense de San Juan amenazaba ruina y que un varón religioso, pobre y humilde, la sostenía con sus hom– bros. Pasado el sueño, quedó lleno de admiración y de temor, y, como discreto y sabio, consideraba cuál sería el sentido de aquella visión. Habían transcurrido pocos días de esto cuando se presentó el bienaven– turado Francisco con sus religiosos para manifestarle, según queda dicho, su propósito y pedirle confirmación de la Regla, que había es– crito en pocas y sencillas palabras, usando de un modo especial las del santo Evangelio, a cuya perfección vehementemente aspirabél. El señor Papa, al verle tan fervoroso en el servicio de Dios y considerar el sueño o visión que había tenido, y la alegoría que el Santo de Dios le había expuesto, comenzó a decirse: «En verdad que éste es el va– rón religioso y santo que apoyaba y sostenía la iglesia de Dios». Por todo ello le abrazó y aprobó la Regla que Francisco había es– crito, dándoles a él y a sus religiosos, como se ha dicho, licencia para predicar la penitencia por todas partes, con la condición de que cuan– tos religiosos suyos predicasen en lo futuro recibiesen licencia del bienaventurado Francisco. Lo mismo aprobó más tarde en el Concilio. Logrados estos favores, el bienaventurado Francisco dio gracias a Dios, y rendido y postrado prometió al señor Papa, humilde y devo– tamente, obediencia y reverencia. Y los demás religiosos prometieron de igual modo obediencia y reverencia al bienaventurado Francisco, según el precepto del mismo señor Papa. El Sumo Pontífice dioles la bendición, como queda dicho, y después visitaron los templos de los Apóstoles, y recibieron la tonsura, tanto 41

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