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De regreso a la iglesia de San Damián, encontró allí un sacerdote pobre, al que besó con gran fe las manos, entregó el dinero y refirió claramente su propósito. Admirado el sacerdote de la rápida mutación de las cosas, no quería dar crédito a lo que veían sus ojos, ni tam– poco quiso admitir el dinero que se le ofrecía, recelando se tratase de hacerle una burla, porque había visto a Francisco como quien dice el día anterior vivir alegre y amigablemente con sus parientes y cono– cidos. A pesar de todo, impertérrito Francisco en sus propósitos, ro– gaba encarecidamente al sacerdote que, por Dios, le permitiese vivir en su compañía. Condescendió, por fin, el sacerdote en tenerle como huésped, pero no quiso admitirle el dinero, por temor a los parientes. Como un auténtico despreciador del dinero, Francisco lo arrojó en un cepillo, despreciándolo como polvo. (Leyenda de los tres compañe– ros VI, 16.J 3. RIVOTORTO Es un riachuelo que serpea a través de la llanura, en la par– te central del valle, a los pies de Asís. En un cierto punto, a su mismo borde, había un «tugurio abandonado de todos" que el tiempo ha borrado por completo. Lo que hoy se muestra no es el tugurio que sirvió de «convento» a los primeros compañeros de Francisco, a los cuales fue dada la gracia de hacer penitencia. El Padre y sus discípulos vivían en un lugar próximo a Asís, lla– mado Rivotorto, donde existía un tugurio abandonado de los hombres, tan estrecho, que apenas podían sentarse ni descansar allí. Muchas veces, a falta de pan, comían solamente nabos, que mendigaban, con gran trabajo, por una y por otra parte. Para que cada uno conociese su respectivo puesto de descanso o de oración, escribía el varón de Dios el nombre de los frailes en las vigas del tugurio, a fin de que la estrechez del lugar no fuese la causa de ruidos desacostumbrados que llegasen a perturbar el silencio de la mente. (Leyenda de los tres com– pañros XIII, 55.) Hoy, pues, Rivotorto lo encuentras como un arroyuelo, pero no ya como ambiente en el que vivió la primera fraternidad fran– ciscana. Ya no existen ni el tugurio ni los bosques que cubrían aquella región agreste: como ambiente lo tienes que reconstruir tú mismo, en un punto cualquiera del riachuelo, para descubrir la novedad de aquel primer grupo de hermanos. Era una fraternidad de penitencia y de discreción: Cuando el bienaventurado Francisco comenzó a tener por compañe– ros algunos religiosos, y moraba con ellos en Rivotorto, cerca de Asís, sucedió que una noche, cuando descansaban todos los frailes, allá ha– cia las doce, uno de ellos comenzó a gritar diciendo: «¡Me muero! ¡Me muero!» Asustados y llenos de admiración, despertaron todos los demás. Levantándose también Francisco, dijo: ¡Levantaos, hermanos, 19

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