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486 Francisco Iglesias una correcta política educativa en el terreno complejísimo de las estrate– gias y las aplicaciones prácticas. Que la formación permanente - en términos generales - sea un ins– trumento de revitalización y puesta al día del carisma del consagrado, puede decirse que es opinión mayoritaria y consagrada ya en el sector de la vida religiosa. Una prueba concreta es la inmensa floración de procedi– mientos prácticos - cursos y recursos de todo de todo tipo, con la etiqueta de programas de formación permanente - que invaden, de manera habi– tual, la vida de muchos institutos religiosos. Vale la pena recordar, a este propósito, la insinuación que recoge el lnstrumentum laboris de la IX Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (octubre 1994): «se considera importante que el Sínodo aliente la formación continua en diversas etapas de la vida consagrada, como medio indispensable de reno– vación en la propia vocación y misión» 49 • Indicación que - aunque dema– siado breve, leve y reductiva en el tiempo - se inspira expresamente en la melodía de fondo de la exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo vobis relativa a los sacerdotes: «para reavivar el carisma de Dios que está en el llamado especialmente por El» 50 • Esta persuasión general ha cuajado en muchos y laudables esfuerzos prácticos, cuya óptima intención nadie pone en duda. Sin embargo, creo modestamente que es hora de hacer un balance objetivo de ese sistema empírico, fragmentario y pragmático que ha prevalecido hasta hoy y, sobre todo, de repensar ciertas premisas fundamentales que están en la base de todo sistema educativo: la identidad de la persona (del «educando») y la identidad de toda formación, como medio privilegiado para ayudar a cons– truir y a autoconstruir la propia personalidad. Cualquier programa forma– tivo debe partir de lo que la persona en concreto es - una unidad psicoso– mática activa y en permanente evolución - y, consiguientemente, ins– pirar todos sus procedimientos bajo el signo de un servicio cualificado al desarrollo, lo más personal posible, de cada sujeto. La urgencia y la efica– cia de la ayuda al crecimiento continuo del religioso deben valorarse, ante todo y sobre todo, a partir de lo que el propio religioso es, como persona y como persona consagrada, mucho antes de lo que el propio ambiente - «las condiciones cambiadas y cambiantes de los tiempos» - reclame. Por otra parte, el fácil recurso a métodos de intervenciones educativas coyun– turales y organizadas en masa tendrá un rendimiento muy relativo si no se 49 Ibid., n. 92. 50 Ibid., n. 70 ss.

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