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482 Francisco Iglesias rico» de fondo, vivido en el momento fugitivo del presente, entre pasado y futuro de la vocación personal del consagrado. La gracia de la vocación, concretizada siempre en un carisma específico, se desarrolla al ritmo de la respuesta en la fidelidad de cada día a Dios. Se es y se crece de acuerdo a lo que uno es y progresa en el presente. Pero no hay presentes del todo au– tónomos, desligados, en estado puro, valga la expresión. Todo presente es un eslabón temporal, que se identifica y mantiene en cuanto enlaza con otros y forma así parte de la cadena de la vida. Una imagen análoga es la del árbol: la medida de su crecimiento diario está en razón de la fuerza vital que recibe de la savia que le llega desde sus propias raíces y del im– pulso biológico que le impone el proceso del futuro desarrollo, en vista de un determinado modo de cubrirse de hojas, de florecer y de dar fruto, con arreglo a las peculiaridades de su estructura molecular. La vida del consagrado tiene necesariamente sus fuentes, su funda– mento, sus raíces - que son el ayer - de donde le viene la savia, las moti– vaciones germinales de un determinado modo de existir. La referencia continua a este pasado, en lo que tiene realmente de iniciador y transfusor de vida, es imprescindible para salvar la propia identidad y para mantener el dinamismo y el crecimiento correcto del propio carisma. Pero, al mismo tiempo, la vida del religioso se siente enlazada con unas perspectivas de futuro - el reto de ser y de servir de una manera determinada, que lleva consigo toda consagración y misión - que estimulan e iluminan el desarro– llo vocacional propio. En la fidelidad al pasado y al futuro, asumidos en el vivir cotidiano para responder con coherencia a las interpelaciones del presente, se decide la creatividad y credibilidad del consagrado, como per– sona y como persona comprometida a encarnar un determinado carisma. - Ahora bien, en este proceso de maduración continua, conjugando con lucidez los diversos horizontes históricos de la propia vida, debe jugar un papel decisivo la dinámica de la formación permanente. Esta - para decirlo en términos muy generales - tiene como cometido esencial man– tener vivas y al día las virtualidades del pasado y del futuro en función de la tarea de crecimiento que presenta cada hoy. La ayuda educativa continua al desarrollo (formación permanente) debe enseñar a aprender varias cosas fundamentales de parte del propio pasado; por ejemplo: a asumir en su esencialidad los valores que han justificado la opción vocacional, a con– frontar con los cambios socio-culturales y eclesiales del presente las res– puestas más justas - desde la fidelidad al propio carisma - y más actua– lizadas, y a buscar y predisponer los modos más adecuados para trasvasar al futuro el núcleo del patrimonio espiritual propio. Todo esto supone un constante careo con las «fuentes», pero un careo vital y con unos criterios

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