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82 LOS PONTÍFICES EN LORETO. A medida que avanza hacia Loreto, y á pesar de la fatiga del viaje, siente que sus fuerzas se reani– man, y al llegará la Santa Casa recobra su salud, se proRterna en el suelo, y cumple el voto que había hecho á su bienhechora. Jamás, hasta entonces, Loreto había presenciado un espectáculo tan imponente. Los confederados, reunidos ya en Ancona, habían venido al encuentro del Papa y se unían á sus rue– gos y á sus acciones de gracias. El mundo cristiano entero era testigo del mila– gro y nada contribuyó tauto como él á glorificar el santuario en que tuvo lugar. Desde entonces la Santa Casa conquistó definiti– vamente en la Iglesia el puesto que le correic;pondía. y que no le será ya disputado; antes al contrario, los diplomas más solemnes de los Papas vendrán á confirmarla en esta posesión. La indiferencia y las rivalidades de los soberanos y príncipes no permitieron recoger el fruto que debía esperarse de este prodigio. La Europa continuaba atrayendo sobre sí el cas– tigo de largo tiempo preparado por la mano de Dios, no sabiendo cómo arrojar lejos de ella este azote de que quería preservarla el heróico Pontifico. A poco de estos sucesos, Pío II, agobiado aún más por el dolor y la pena que por la edad y los achaques, murió en Ancona y con él desapareció la esperanza de la última cruzada. Esto tuvo lugar en mitad del verano; la peste había estallado entre esta multitud reunida de todas las partes de Italia y Europa. El Cardenal Pedro Barbo, noble veneciano sobri– no de Eugenio IV, fué uno de los atacados, y desde el momento que se sintió en esta situación, animado de la confianza que salvó á Pío II, se dirigió á la
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