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40 LA SANTA CASA DESPUÉS DE JESUCRISTO, estatuas y templos á sus infames divinidades, sobre la cuna del Salvador y sobre su tumba, esperando de este modo abolir su memoria, y solamente, como respondiendo á los designios de la Providencia, se– ñalaban el sitio preciso en que se habían cumplido estos misterios, y conservaban estos Santos Luga– res á la piedad de los fieles. Los historiadores de la Iglesia no nos han dicho nada de Nazaret durante este período, pero puedo permitirme creer que si– tuada á unas 36 leguas de distancia de la ciudad de los acontecimientos que habían llamado la atención de los romanos, pudo librarse de sus persecucio– nes, sin que alcanzara la profanación á la cuna de María. En torno de la Santa Casa formóse una escasa congregación de fieles, que veló por este sagrado depósito: en el siglo IV toda Nazaret era ya crü,tia– na (Nazaret no dejó de ser pueblo judío hasta el tiempo de Constantino). Así nos lo enseña San Epifanio, diciendo: «Los judíos no permitían fijar en él su residencia á los paganos, ni á los samaritanos ni cristianos, lo mismo que en Tiberíades y en otras villas, ni dejaban cons– truir templos en ninguna.» Pero debe entenderse esta prohibición, en el sentido que los cristianos no go– zasen de la libertad de su culto, ni formasen entre sí un cuerpo ó conjunto de fieles. Que hubiera fa– milias cristianas, no solamente en Nazaret, sino tam– bién en Tiberíades, pueblo más exclusivamente ju– dío, esto se deduce del mismo texto ya citado de San Epifanía, según el cual, el conde José hubo de pe– dir á Constantino el permiso de edificar iglesias, y claro está que no levantaría ninguna sino en donde había fieles que fuesen á orar. Así no solamente Nazaret estaba retirada del punto donde se hallaban los procónsules romanos,
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